El pasado lunes santo, viendo la entrada de la Virgen del Rocío de la Redención junto a un amigo estadounidense (un momento por cierto muy bonito de la Semana Santa) una enigmática mujer se nos acercó y simplemente nos sugirió que le invitáramos a mirar al cielo, que era parte del mágico ambiente. Así lo hizo, pero la cosa no quedó allí, para sorpresa de todos, empezó a hablar un perfecto inglés con él. Entonces le contó su experiencia, contó cómo sentía ella la Semana Santa, como hay algunos momentos que sin saber por qué y cuándo van a suceder, te llegan dentro, te conmocionan; y como vuelves al año siguiente buscando experimentar lo mismo pero ya no ocurre en ese sitio, ocurrirá de nuevo cuando menos lo esperes.
Para mí fue emocionante ver cómo dos personas que no eran de esta ciudad describían perfectamente lo que yo sentía y hablaban de lo emocionante que era la Semana Santa. Fue un momento memorable, y no quise que esto quedara allí, quise que trascendiera y quise compartirlo, así que más tarde contacté con ella y aquí traigo su testimonio, que explica perfectamente la razón de ser de la Semana Santa sevillana:
"Cuando, después de años de estudio y trabajo en Canadá, Estados Unidos y algunos países de Europa y África, llegué a Sevilla hace
ya veintitrés años, me pareció aterrizar en una ciudad de leyenda.
Tanto me gustaba que por las noches, terminada la última clase,
dejaba la universidad, pasaba por casa para tomar algo y ponerme
los botines y el chándal, y me iba a caminar por el barrio de Santa
Cruz, por las calles estrechas y silenciosas del Centro. Lo hice
durante años, y creo que, algunas veces, boquiabierta ante la
belleza de la ciudad.
Mi primera Semana Santa en Sevilla también iba a ser la primera
después de muchos años —por lo general, en el extranjero sólo se
celebran el Viernes Santo y el Domingo de Resurrección—, y a lo
que me disponía era a ver era una Semana Santa parecida a la
castellana, todo rigor, recogimiento y sobriedad. Dejo que imagines
mis sentimientos de aquel año: ¡No creía lo que veía! Me parecía
caótico, irreverente y falto de sentido, con lo que llegué a casa
horrorizada y prometiéndome no verla nunca más.
Sin embargo, como bien sabes, vivir en el centro obliga a ver y
escuchar el paso de las procesiones; imposible evitarlo: siempre te
toparás con alguna y tendrás que esperar a que pase o abrirte
camino —misión poco menos que imposible para una forastera—
entre la multitud. Así que, sin querer y sin entenderla, fui
acostumbrándome al barullo: era el primer paso.